Una noche del invierno de 1972 me invitaron a cenar en casa de un matrimonio canadiense. Eran miembros de la pequeña comunidad Bahai, una religión muy minoritaria que cree que la revelación se va entregando por capítulos en las diferentes épocas de la humanidad y que ha sufrido persecuciones implacables desde que se fundó en los primeros años del siglo XX en Irán.
Después de cenar mientras hablábamos pusieron un disco de un cantante canadiense para mi desconocido que se llamaba Leonard Cohen.
Era su primer disco, el de la canción Suzanne, y desde las primeras notas me quedé enganchado.
La religión Bahai se quedó atrás pero Cohen se quedó conmigo para siempre.
Cuando llegó la compañía CBS a España comenzaron a editarse sus discos, y luego tuvimos aquí su primera actuación cuando ya se había editado su tercer disco.
Aquellos primeros discos son todavía una maravilla que se escucha con la misma sensación de estar asistiendo a una ceremonia de deslumbramiento que cuando los escuchamos por primera vez.
También por entonces se publicaron sus dos novelas, El juego favorito, (una especie de auto-biografía), y Los hermosos vencidos, que iba de religión y sus consecuencias.
Y también sus primeros poemarios.
La literatura nos servía para entender que Cohen no era un cantante al uso aunque se expresase como tal, y que cada canción era en realidad una pequeña historia sobre la soledad, las relaciones humanas, el amor y la muerte.
Así que aunque Cohen vivía como un cantante en gira permanente, en realidad no dejaba de ser un poeta que ponía música a sus poemas.
No tenía la fuerza arrolladora de Dylan, ni tampoco su capacidad para adentrarse en los géneros diversos de la música popular.
Cohen era siempre Cohen, aunque recurriese a producciones almibaradas o sometiese sus temas a ritmos sincopados.
Luego dejó de cantar y desapareció durante años hasta que la ruina económica le forzase a salir de nuevo de gira y a generar nuevos discos.
Su voz se había cascado y practicamente ya solo susurraba, pero sus actuaciones le granjearon una nueva popularidad. A su vejez se había vuelto accesible a nuevas generaciones que le escuchaban por primera vez.
El pasado lunes recibí su último disco y me lo llevé para escuchar en el coche.
Nada más empezar la primera canción me di cuenta de que este era un disco especial.
Mucho mejor que sus últimos trabajos. Mucho más inspirado. Trascendente incluso.
Y me di cuenta de que era su despedida. I am ready my Lord dice uno de los versos de la canción.
Y efectivamente esta semana llegó la noticia de su muerte, que debió conocer con la suficiente antelación como para escribir estas últimas y emocionantes canciones.
No se suelen escribir canciones sobre la muerte. No al menos de la muerte entendida como la propia desaparición. Y Cohen lo hace con su habitual elegancia y a través de imágenes poéticas muy emocionantes.
Así que desde aquella Suzaanne que te llevaba a su casa junto al río hasta esta oscuridad presentida y esperada son serenidad mientras se fuma un cigarrillo, la obra de Cohen nos ha regalado muchos momentos de paz y también de alegría.
Y lo ha hecho con sencillez y humildad. Sin gestos de divismo. Transmitiendo cercanía y gentileza.
A mucha gente las canciones de Cohen les parecen melopeas aburridas. Para mi siempre fueron como destellos de luz y compañeras de camino.
Y lo seguirán siendo.
sábado, 12 de noviembre de 2016
Mi (pequeño) homenaje a Leonard Cohen
Publicado por Antonio Cordón a las 13:19
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