Hoy, al tiempo que la mayoría parlamentaria catalana decide su salida de España, yo deseo proclamar mi adhesión a este viejo país cuyos vicios son mucho mayores que sus virtudes, pero que es el mio y ha sido el de mis antepasados.
Si yo hubiese podido elegir, seguramente hubiese preferido ser suizo o luxemburgués, dos países plácidos en los que se discuten cosas importantes de forma democrática y sin aspavientos.
Pero el destino me hizo nacer en Madrid y desde entonces he tenido la oportunidad de vivir una época pacífica pero agitada, y estudiar sus antecedentes hasta perderse en la niebla de los siglos.
Tanto en lo que yo he participado directamente como aquello que he conocido a través de los libros me ha parecido bastante frustrante en general y a veces me han dado ganas de borrarme del club.
Solo en contadas ocasiones me he sentido orgulloso y satisfecho.
Y casi nunca me he sentido muy a gusto con mis compatriotas.
Pero siempre me he sentido parte de ese caudal que fluye por la Historia y que han alimentado generación tras generación de hombres y mujeres que han hecho lo posible por salir adelante en condiciones generalmente muy difíciles.
Para ser un país de bastardos sin origen conocido no lo hemos hecho tan mal.
Nosotros no somos descendientes de una tribu ni de una nación.
Como decía un poeta, comunista y donostiarra, "nosotros somos quien somos, ¡basta de historia y de cuentos!
Y vivimos en una tierra que tiene más de secarral pedregoso que de feraz huerto.
Casi siempre los más poderosos nos han machacado y mantenido en la ignorancia.
Hemos muerto por todo el planeta defendiendo monsergas que poco o nada tenían que ver con nuestro bienestar.
Tuvimos que pelear ocho siglos con unos invasores que estaban empeñados en que fuésemos parte de otro mundo.
Cuando parecía que nos estábamos incorporando a Europa, la Revolución francesa generó la muy antipática alianza entre patriotismo y derecha reaccionaria que se ha extendido hasta nuestros días.
Y para mucha gente en la izquierda eso ha supuesto una separación de la idea de España que no consiguen superar.
Y en la periferia han ido creciendo las ideas anti-españolas al calor de unas burguesías locales que han pasado de hablar en el casino a disponer de la caja de caudales y ahora no quieren ni oir hablar de que les controlen.
A lo mejor, peor, es ya muy tarde para España.
Tal vez este país no podrá soportar la presión de los independentismos periféricos, la indiferencia hostil de la izquierda, y el amor impostado de la derecha.
A mi me cuesta pesar que todavía sea posible una España sin tanto gilipollas que tira cada uno para su lado.
Pero algo tengo claro:
Yo quiero seguir siendo español y me da igual si España tiene que quedarse en un país diminuto como Andorra.
Pero por favor que sea un país en el que no tengamos que estar permanentemente preguntándonos quienes somos.
lunes, 9 de noviembre de 2015
España
Publicado por Antonio Cordón a las 12:30
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