martes, 7 de noviembre de 2017

La Historia de España

Después de un paréntesis provocado por la inflación de noticias catalanas y por mi deseo de no enfangarme en ese tema vuelvo con una cuestión que me ha tenido muy preocupado durante mucho tiempo: la cuestión de nuestra Historia.

Pocos países del mundo tienen una Historia tan controvertida como nos sucede a nosotros.

Desde nuestra intervención en las guerras italianas del siglo XV y sobre todo desde la Guerra de los Treinta Años, España sufrió una serie de campañas de desprestigio y ataques reputacionales que tuvieron tanto éxito que no solo se las creyeron nuestros adversarios sino que también nos las creímos los españoles.

Todo empezó en Italia.

Primero fueron los aragoneses los que aparecieron por allí y ya el ambiente comenzó a envenenarse, pero cuando las campañas del Gran Capitán, ya en nombre de España, para muchos intelectuales italianos fue demasiado.

Mientras las intervenciones hispánicas fueron en el sur, al fin y al cabo un territorio medio africano como España, a nadie le importó mucho pero cuando los españoles marcharon hacia el norte y comenzaron a derrotar a los franceses y a hacerse visibles en lo que ahora se llama la Padania los italianos comenzaron a acuñar los elementos básicos del posicionamiento negativo de lo español.

Los españoles eran no solo unos salvajes sino que eran mestizos. Mestizos de moros y judíos nada menos.

Los españoles no eramos europeos. Después de una guerra de ocho siglos contra el islam y de la expulsión de los judíos, los españoles nos habíamos contaminado.

Eso explicaba la implacable ferocidad de nuestros soldados y la chulería de nuestros representantes. Eso explicaba que unos provincianos de medio pelo hubiésemos conquistado medio mundo.

Es curioso porque hasta entonces a nadie se le había ocurrido discutir nuestra europeidad.

A lo largo de la Edad Media los reinos hispánicos habían sido perfectamente homologables con los otros reinos europeos tanto en sus instituciones como en sus costumbres. Las batallas de la reconquista habían atraído a guerreros y comerciantes de allende los Pirineos que solo habían encontrado chocante nuestra afición al ajo y al aceite de oliva.

Pero cuando los cañones callaron en Granada, aquellos mismos españoles cuyas gestas en defensa de la cristiandad habían sido tan celebradas por todas las cortes europeas, y cuyas aventuras en el nuevo continente descubierto despertaban la admiración de todos, se convirtieron en una amenaza.

De ahí que la maquina de la propaganda se pusiese en marcha.

Todos los países que se vuelven demasiado poderosos sufren los ataques de sus enemigos de todas las formas posibles. Los americanos lo viven ahora mismo, los alemanes lo vivieron antes, y antes los británicos y así hasta Roma y Atenas.

La diferencia entre todos esos imperios y nosotros es que ni americanos, ni alemanes, ni británicos perdieron su autoestima por mucho que les insultaran y desprestigiaran sus obras.

Todos pasaron olímpicamente de sus detractores y mantuvieron la conciencia de que aquello que se decía de ellos no era otra cosa que parte de la guerra que mantenían.

Y nosotros sin embargo nos lo creímos y comenzamos a flagelarnos sin piedad hasta haber perdido completamente de vista nuestra contribución a la formación de la cultura occidental de la que nos consideramos no ya fundadores sino ni siquiera dignos.

Y así hemos llegado a esta situación lamentable en la que unos enanos intelectuales como Puigdemont y compañía pueden tener credibilidad cuando afirman que España no es una democracia y que nuestra Justicia no es de fiar.

¿Alguien se imagina que semejante cosa pudiese decirse de Alemania?

Es inimaginable a pesar de que tan solo hace sesenta años tuvieron lugar en Alemania acontecimientos tan espantosos que carecen de cualquier semejanza con cualquier otro y de que la Justicia alemana estuviese tan politizada que deja en mantillas a otros casos de totalitarismos.

Y lo malo es que cuando escuchamos a Puigdemont y a otros correligionarios naziolalistas europeos nuestro subconsciente nos traiciona y una vocecilla nos dice por dentro, ¿y si tienen razón?

Tenemos que hacer un ejercicio de recuperación de nuestra autoestima. Tenemos que asumir que vivimos en un sistema democrático moderno cuyas instituciones funcionan mejor que en otros países igualmente modernos. Tenemos que decir basta.

Basta de auto-flagelaciones estúpidas. Basta de complejos de inferioridad.

Los españoles no somos unos salvajes fundamentalistas católicos vestidos de negro.

No somos unos gandules orgullosos dormidos en el recuerdo de glorias pasadas.

Podemos ser ciudadanos responsables. Podemos ser laboriosos. Podemos ser inteligentes.

No todos claro, pero ¿es que hay algún país del mundo en el que no haya canallas y tuercebotas?       

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