domingo, 9 de febrero de 2014

Hilaridad

Desde que se perdió la decencia en España, o sea desde Carlos IV más o menos, las clase dominantes se han caracterizado precisamente por una desvergüenza descarada que viene a mostrar el desprecio que sienten por los ciudadanos de esta pobre nación y el sentimiento de impunidad que les rodea.

Para acompañar ese desprecio e impunidad, los poderosos se han rodado siempre de una corte de palmeros, que han hecho de la adulación y la abyección moral su profesión, y la forma más segura de llevar la comida a su mesa.

Cuando de vez en cuando surge alguien que pone en tela de juicio esa impunidad, o sea esa forma de vivir por encima de las leyes con que nos martirizan a los demás, el ejército de palmeros sale a la carga para defender a sus amos y hostigar a sus enemigos.

Y el populacho español, que se encuentra entre los más depauperados moralmente en el mundo, en vez de seguir a los que discrepan sigue vociferante a los señoritos, llevando a la hoguera a quien se ponga por delante.

En el caso de los Urdangarín, los mamporreros de la Casa Real se han puesto de tiros largos para defender a la Infanta Doña Cristina, con un fervor que recuerda a las procesiones del Rocío y otras manifestaciones de culto mariano, a las que por otra parte tan aficionado es el populacho.

Doña Cristina se ha convertido para los trompeteros borbónicos en una especie de Juana de Arco, llevada injustamente a los tribunales por un nuevo inquisidor que se atreve a tener a la criatura seis horas declarando, ¡como si la tal criatura tuviese algo que ocultar!

Seis horas de no sés y no recuerdos, que debieron poner al pobre juez instructor al borde del ataque de nervios.

Claro que ¿Quién le mandaría a él meterse en semejante berenjenal?

¿Y que decir de los abogados defensores encabezados por la momia de Miquel Roca Junyent, cuya sonrisa satisfecha no podría igualar el mejor abogado de la Cosa Nostra manteniendo la inocencia de Al Capone?

En resumen la tesis de estos malabaristas del derecho penal es que la Infanta "confiaba en el buen hacer de su marido", y no sabía nada de la procedencia de sus ingresos.

Todo esto para que lo sepamos los súbditos malhumorados es una cuestión de amor.

Vamos como lo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso.

Lo malo para los ponentes, sus defensores y sus trompeteros es que el discurso que se han montado, seguramente obligará al juez a dar su brazo a torcer, (si no lo hace la que le va a caer encima ya se la puede imaginar viendo lo que sucede a los jueces que intentan probar la corrupción en el PP), pero no va a convencer a nadie con dos dedos de frente.

Esas señoras que adoran a sus esposos y no se enteran de los orígenes del dinero que entra en casa desaparecieron hace unos cincuenta años, si es que alguna vez existieron.

Y lo único que queda es una sensación de indignación.

O mejor dicho, de hilaridad. 

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