viernes, 31 de octubre de 2014

El viejo problema español

A raíz de la oleada de "descubrimientos" de casos de corruptelas varias y que afectan a amplias capas de las clases dirigentes del país, además de múltiples tramas empresariales, muchos "intelectuales" patrios se han lanzado a pontificar sobre los males de España o en sentido contrario sobre la "normalidad" de nuestro país.

Ya hace tiempo, en una conversación con un amigo que se ha movido mucho tiempo en el mundo del asociacionismo empresarial, comentábamos sobre esta cuestión y el me decía que efectivamente hay males profundos en nuestro país pero que si nos paramos a pensar y comparar con cualquier otra época pasada veremos que tenemos algún motivo para la esperanza.

Yo estoy de acuerdo en que algo se ha mejorado y entre otras cosas el mero hecho de que se encarcele a algunos de los muchos granujas que pueblan nuestra geografía es una muestra de la mejora, como lo es el hecho de que hoy no podamos dar a la máquina de hacer billetes que es como tradicionalmente hemos salido de las crisis en el pasado.

Pero sigue ocurriendo que en España tenemos una estructura económica muy insuficiente para los 45 millones de personas que somos y sigue sucediendo que el Estado es demasiado grande y administra demasiados recursos.

Esto tiene dos efectos malignos: el primero es que no hay suficientes empleos de calidad que soporten la existencia de una clase media independiente, segura de si misma y consciente de su poder de influencia, (como la que ha existido desde hace siglos en otros países como Francia, Reino Unido, Alemania, etc.). El segundo efecto maligno es que demasiadas personas dependen de las administraciones públicas para tener esos ingresos que te permiten mantener una vida digna.

Llegar a un cargo público no es en España ocupar un puesto de responsabilidad donde te tengas que ocupar de administrar los dineros públicos para dar un mejor servicio a los ciudadanos, sino que es alcanzar una posición de poder desde la que medrar, crear una red de gentes agradecidas y repartir favores a cambio de otros favores.

Así ha sido desde tiempo inmemorial y por eso los ciudadanos asumimos con triste realismo que "tiene que ser así".

Pero no tiene que ser así.

Y la única forma de combatir esa deriva caciquil en las administraciones públicas, empezando por los ayuntamientos, que son el epicentro de la corrupción en España, son los mecanismos de control y el fortalecimiento de unas instituciones independientes, desde el poder judicial al Tribunal de Cuentas.

Pero ninguna de estas medidas podrá frenar la humana tendencia a enriquecerse al coste que sea mientras no existan suficientes formas de ganarse la vida a través de medios decentes.

Si en España existiesen mil Cortes Ingleses o Inditexes otro gallo nos cantaría. El problema es que no existen.

Demasiadas personas viven en el margen de la picaresca y todos ellos saben que los cargos públicos y los presupuestos públicos son un panal de rica miel.

Si en ese caldo de cultivo funcionamos en un sistema político como es el autonómico en el que las competencias del Estado han sido loncheadas y trasladadas a círculos donde nunca se habían visto en otra igual, tenemos una situación parecida a la tormenta perfecta.

La cuestión es saber si la actual clase política será capaz de afrontar el reto o no lo será.

La cuestión es grave porque en la ocasión anterior en que esto pasó, me refiero a la crisis del régimen de la restauración en los años veinte del pasado siglo, la cosa terminó en una dictadura y una guerra civil.

También entonces había dos partidos que se turnaban, el Liberal y el Conservador, y aparecieron el Partido Socialista y sobre todo el movimiento anarco-sindicalista, que se parece mucho al Podemos actual, con soluciones populistas e imaginativas.

También había muchos escándalos de corrupción.

Lo que hoy no hay es un ejército capaz de tomar el poder y llenar el vacío que dejen los partidos del sistema si se hunden.

Así que mejor será que los que nos gobiernan se pongan las pilas de una vez y se dejen de tontunas.

Al país no le interesa nada entrar en una etapa de inestabilidad.

Y a nosotros como ciudadanos tampoco. 

     

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