En tiempos de mis abuelos los hijos contaban poco.
Mis abuelos maternos tuvieron ocho hijos de los que fallecieron dos, y eso que pertenecían a la clase media rural. En las clases bajas era mucho peor el "ratio".
La relación padres/hijos era fría, y en muchos casos indiferente. Se trataban de usted.
No obstante los hijos respetaban a los padres, y sobre todo crecían en un ambiente en el que el respeto a la autoridad estaba firmemente arraigado.
Para la generación de mis padres los hijos comenzaron a ser importantes. Nacíamos después de una guerra y de las privaciones de una larga post-guerra y se nos recibió con alegría y esperanza.
Y hasta los años sesenta el respeto a la autoridad persistió.
En los colegios, en los parques, en los establecimientos públicos.
Y no solo en España con su dictadura. También en el resto del mundo occidental.
Pero la revolución de los sesenta, que fue fundamentalmente anti autoritaria acabó con ese respeto.
Entonces no se notó tanto la quiebra de ese principio, (nos sentimos aliviados la verdad), porque veníamos de lo anterior y lo teníamos asumido.
La quiebra y las consecuencias se han visto en las generaciones de nuestros hijos y de nuestros nietos.
La creencia de que los hijos son los reyes del universo y que tienen derecho a todo y ninguna obligación salvo la de divertirse, es una catástrofe.
El presupuesto de que todos nacemos buenos y que todo lo que hacemos es culpa de la sociedad, es el principio de la ruina moral en la que nos hemos instalado.
La consecuencia es una ley como la del menor, que consagra estos absurdos principios y que la izquierda, y parte de la derecha, defienden con la inflexibilidad con la que se mantienen posiciones religiosas.
El principio de que todos nacemos buenos, (la tabla rasa), y de que todos somos re-educables y re-insertables, es una de las piedras angulares del pensamiento progre-buenista, y su contradicción con las evidencia científicas hace igual de mella en nuestros actuales gobernantes como la observación del cielo a los que encarcelaron a Galileo.
Gracias a la ley del menor, asesinos patológicos como el de la katana, o ahora la muchacha del caso actual, salen a la calle tras varios años de costosa re-educación, que naturalmente no sirven de nada.
Gracias a la ley del menor, cientos de menores gitanos rumanos o magrebíes roban impunemente en las calles de nuestras ciudades.
Gracias a la ley del menor, las macrofiestas terminan en batallas contra la policía.
Hay que cambiar la ley, o mejor derogarla completamente.
Pero cambiar la ley no va a cambiar un hecho fundamental: no hay policía ni ley en el mundo que pueda sustituir el respeto a la autoridad, la de los padres, la de los maestros, la de los guardas jurados, o de quien sea.
Volver al mundo pre-revolución de los sesenta se me antoja imposible, y probablemente indeseable, pero el actual culto a la juventud y a su derecho a divertirse, debe terminar.
El mundo digital también necesita de leyes, pero sobre todo necesita una moral propia y una ética consecuente con ella.
No sé si queda algún filósofo por ahí, pero si los jóvenes no se toman este asunto en serio no habrá suficiente policía en el mundo para proteger ni vidas ni haciendas.
Ya sean virtuales o reales.
martes, 6 de abril de 2010
La tiranía del menor
Publicado por Antonio Cordón a las 08:58
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1 comentario:
Muy buena entrada. No has entrado en matices ni sutilezas, pero en lo fundamental no sólo estoy de acuerdo contigo, sino que me parece una de las cuestiones más importantes, y de solución más acuciante, en la sociedad actual.
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